viernes, 12 de julio de 2013


Sé que mañana sábado, a eso de las indeterminadas horas de la madrugada, estaré sentado en algún portal, con las manos sujetando los cuernos que no tengo y mirando a ratos al horizonte, presintiendo el futuro que me espera, a ratos el suelo, intentando encontrar la brújula que perdí en algún momento de mi vida. 

Los sábados son así: prometen pero no cumplen. Y ni siquiera todos: no hay nada más triste que salir un sábado que no promete, en el que saltas a la noche a jugar al empate y a perder tiempo, que en lugar de darte por vencido sujetándote la cabeza lo que realmente te apetece es agarrarte la espinilla y rodar un rato por el suelo pidiendo que expulsen a alguien (a quien sea, aunque sea de tu equipo)

La felicidad, como la fiesta, siempre está en otro lado, como en las noches de fin de año.

El problema se da al tener la sensación de vivir una vida que no te pertenece, una vida que se equivocó de camino en algún punto, así que a veces me descubro inventándome otra vida paralela y verosímil. Yo creo que en esto tiene que ver que mis hermanos son mucho mayores que yo y queme crié como un niño único pero, debido a su presencia intermitente y lejana, no tuve yo ocasión de inventarme amigos imaginarios, algo mucho más común, incluso preceptivo, para los hijos únicos de cuna, no de los sobrevenidos como yo. 

Dicho esto, yo siempre sentí la falta de un amigo o hermano imaginario, como un gemelo muerto antes de nacer y mucho más listo que yo, que tuviera las claves para responder a la mayoría de mis preguntas e intento compensar esa falta inventándome hijos imaginarios con mujeres conocidas en pasados rectificados y me imagino a mi mujer sonriendo y a mí no siendo tan desordenado y a mi hijo creciendo, saliendo vencedor en noches que cumplan, en las que la fiesta y su vida no sean las de otros.

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