viernes, 7 de noviembre de 2014

ZEN

Voy a apagar la luz para no pensar en mí.

Visiones de versiones

¿Puedo saber qué he escrito,
qué no, yo
que ya no soy yo?

Todo se ha convertido en pesadilla y es de noche y hay un hogar que acoge en torno al fuego ritual una memoria llena de nombres y de rostros, de cantatas de Bach, de poemas de amor, y de silencios. Afuera llueve y yo soy lo que ha quedado fuera: una costumbre inútil, una sombra que se aleja a duras penas, una sonrisa a la intemperie.


Huir para quedarme entre tus manos

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Los ochenta


Paradójicamente, lo único que no nos hace reír de los años 80 es el humor de los años 80.

La música oscilaba entre lo anecdótico y lo pretencioso, ejecutada y percutida por adolescentes desarrapado.

Si la música tenía un pie en lo anecdótico y lo pretencioso, en el cine triunfaban Garci y Almodóvar, que tanto daño han hecho al arte en general y cuyos efectos aún los sufrimos en la actualidad. Posiblemente, los únicos que se tomaban el serio sus películas eran los críticos especializados, cuatro o cinco actores en el caso del primero, y tres pingüinos despistados en una sala de cine allí en Alaska.

La moda al completo fue un elogio interminable al daltonismo y al mal gusto. Se ligaba gracias a las drogas (y a los milagros).

Respecto al humor, acabo de ver en la TV una reposición de un programa de La Trinca y estoy seguro de que se trata de los cuatro jinetes del Apocalipsis. El cuarto es Pedro Ruiz, que va detrás para hacerse notar.

Recordamos los 80 con nostalgia porque no podemos recordar otra cosa. Nuestro recuerdo es mejor del que debiese porque nosotros sí que éramos mejores de lo que somos.

lunes, 15 de septiembre de 2014


Observar algo, a alguien o un hecho en particular. Dar un paso atrás y volver a hacerlo. Dar otro paso atrás y volver a observar. Repetir hasta que no haya nada que observar ni nadie que observe.

martes, 14 de enero de 2014

Como usar al Taxista, "Segundo diario mínimo", Umberto Eco

En el momento de subir a un taxi nace el problema de una correcta interacción con el taxista. El taxista es un individuo que conduce todo el día en el tráfico ciudadano -actividad que lleva al infarto o a la neurosis- en conflicto con otros conductores humanos. Por consiguiente, es nervioso y odia a toda criatura antropomorfa. Esto induce a los radicales chic a decir que todos los taxistas son fascistas. No es cierto, el taxista se desinteresa de los problemas ideológicos: odia las demostraciones sindicales, pero no por su color, sino porque obstaculizan. También odiaría un desfile de muchachos. Sólo clama por un Gobierno fuerte que ponga contra el paredón a todos los automovilistas particulares y establezca un razonable toque de queda entre las seis de la mañana y medianoche. Es misógino, pero con las mujeres que salen. Si se quedan en su casa a preparar la pasta, las tolera.

Los taxistas se dividen en tres categorías: aquellos que a lo largo del trayecto expresan este tipo de opiniones; los que permanecen callados y manifiestan su misantropía conduciendo; los que resuelven sus tensiones a través de la narrativa y cuentan lo que les ha sucedido con algún cliente. Se trata de tranches de vie (episodios de la vida real) carentes de cualquier significado alegórico, pero que si fueran contadas en un bar obligarían al dueño a echar al narrador aduciendo que ya es hora de irse a la cama. Sin embargo, el taxista las considera curiosas y sorprendentes, y uno haría bien en comentarlas con frecuentes: "¡Pero mire qué gente!, lo que hay que oír, ¿pero realmente le ha sucedido a usted?". Esta participación no logra sacar al taxista de su autismo fabulador, pero hace que se sienta mejor.


En Nueva York, un italiano corre riesgos cuando, al leer en la chapa un nombre como De Cutugnatto, Esippositto, Perquocco, revela su propio origen. Entonces el taxista comienza a hablar en un idioma jamás oído y se ofende muchísimo si uno no le comprende. Hay que decir de inmediato en inglés que uno sólo habla el dialecto de su región. Por otra parte, él está convencido que ya nuestro idioma nacional es el inglés. Pero en general, los taxistas neoyorquinos o tienen un nombre hebreo o un nombre no hebreo. Los que tienen nombre hebreo son sionistas reaccionarios; los que tienen nombre no hebreo son reaccionarios antisemitas. No hacen afirmaciones, pero exigen un pronunciamiento. Es difícil el comportamiento con aquellos cuyo nombre parece vagamente de Oriente Próximo o ruso y no se comprende muy bien si son o no hebreos. Para evitar incidentes es preciso decir entonces que uno ha cambiado de idea y ya no quiere ir a la Séptima esquina con la Catorce, sino a Charlton Street. Entonces, el taxista se enfada, frena y le exige que descienda, porque los taxistas de Nueva York sólo conocen las calles por sus números, pero no por sus nombres.

En cambio, el taxista parisiense no conoce ninguna calle. Si le pide que le lleve a la Place Saint-Sulpice le hará descender en el Odeón, diciendo que no se puede llegar hasta allí. Pero antes se habrá lamentado largamente de su exigencia con unos "ah, ça monsieur, alors...". A la insinuación que uno podría hacerle de que consultara su guía, o no responde o le da a entender que si quiere hacer una consulta bibliográfica es preciso dirigirse a un archivista paleógrafo de la Sorbona. Una categoría aparte la constituyen los orientales: con gran cordialidad le dicen a uno que no piense, que enseguida encontrarán la dirección, recorren tres veces los bulevares y después preguntan qué problema hay si, en lugar de dejarle en la Gare du Nord, le dejan en Gare de l'Est porque allí también hay trenes.

En Nueva York no se puede llamar taxis por teléfono a no ser que uno sea socio de un club. En París sí se puede, sólo que luego no vienen. En Estocolmo sólo se pueden llamar por teléfono, porque no se fían de cualquiera que vaya por la calle.

Los taxistas alemanes son amables y correctos, no hablan, sólo aprietan el acelerador. Cuando uno desciende, blanco como un papel, se comprende por qué después vienen a descansar a Italia conduciendo a 60 por hora delante nuestro en el carril de adelantamiento.

En una carrera entre un taxista de Francfort con un Porsche y uno de Río con un Volkswagen abollado, gana este último, sobre todo porque no se detiene en los semáforos, ya que si lo hiciera estaría en un Volkswagen abollado con niños por todas partes que alargan la mano y quitan relojes.

Hay un modo infalible para reconocer a un taxista en cualquier parte: es una persona que nunca tiene cambio.