martes, 23 de julio de 2013


Pocas cosas hay tan desagradables como ver a un señor ya entrado en años echar mano a un manojo de hojas y  leer un discurso, lo cual denota falta de preparación y de respeto con un público que, por el contrario, se esforzará en dormir en silencio y educadamente hasta que le toque aplaudir, justo al final del último tosido.

Todo hombre, leyendo un discurso, sufre una regresión a la misa de domingo y tropieza constantemente con los versículos del Evangelio según Mateo. Yo he visto a algunos seguir el renglón con el dedo y lo único que faltaba era ver a la seño detrás corregir de cuando en cuando la lectura. 

La única persona que leyó correctamente los discursos(y con los papeles disimulados entre el mobiliario)  fue Nabokov pero yo estoy convencido de que era porque también escribía y leía en alto sus novelas, si no de qué iba a escribir Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.

En realidad, la mayoría de la gente conoce sus discursos a medida que los va leyendo. A mí no me sorprendería escuchar a algún político decir "señorías, en relación con el proyecto de ley agropecuario quería referir al respecto que me cago en tu puta madr... ejem, disculpen (movida de papeles)". 

A la gente le escriben sus propios discursos y se van enterando de lo que piensan sobre las cosas a medida que los leen; es como si les escribiesen su propia vida y tuvieran que mirar en un papel para saber qué es lo que quieren ser. 

Los discursos, en realidad, sólo tenían que existir en las películas americanas color pastel con moralina de fondo, esas en los que el protagonista lee dos párrafos, titubea, alza la frente, mira al tendido y finalmente dobla todo, se lo enjareta en el bolsillo y se larga cualquier tontería como "que no te roben los sueños".

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