jueves, 15 de agosto de 2013

Llanes, 1987

No hace falta que alguien venga a convencerme de su existencia porque yo sé mejor que nadie que el paraíso existe y que se encuentra en la playa de Sorraos, concretamente en los veranos de finales de los ochenta. El paraíso tiene su espacio pero sobre todo tiene su tiempo.

Recuerdo la primera vez que fui a la finca de mis tíos a Barro, en Llanes, y a mi tía llevándome a conocer al hijo de una amiga suya, que era de mi edad. Cuando alguien de tu familia te lleva de la mano a conocer a otra persona sabes que nada puede salir mal. (Yo creo que mi vida sentimental es tan desastrosa porque me han dejado decidir a mí y escoger pareja es una decisión demasiado importante como para que me permitan tomarla a mí solo).

Cuando tienes diez años y es verano no tienes más horizonte que el que se pierde en el mar y cuando te encuentras con verdaderos amigos la vida se convierte en algo simple: ser feliz es inevitable. Si sale el sol, vas a la playa casi todo el día. Si no sale, te reunes en un banco. La ocupación principal consiste en hablar de todo, de nada, de cosas y en los tiempos libres andar en bicicleta.

Lo primero que recuerdo de ella fue verla asomar la sonrisa por debajo de la puerta antes de saber que pertenecía a mi nuevo grupo de amigos. Enseguida me sorprendí reconocíendo su manera de caminar, a lo lejos y entre la multitud, en la playa de Barro, a la que se une la playa de Sorraos cuando la marea baja.

A finales de los ochenta, la felicidad estaba cifrada en la sonrisa de Marta Tañón y yo, definitivamente, sabía leerla.

A ella acabo de verla por azar en una foto de facebook, veinticinco años después, y no la reconozco. En estos momentos estoy mirando en el espejo a un señor que dice ser yo, veinticinco años después, y no sé quién es. La próxima semana iré a la playa de Sorraos; ya no estará allí. Han desaparecido el móvil y los testigos y ha sido adulterada la escena del crimen. El tiempo es más tenaz y, como siempre, se ha salido con la suya.

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