En el momento de subir a un taxi nace el problema de una correcta
interacción con el taxista. El taxista es un individuo que conduce todo
el día en el tráfico ciudadano -actividad que lleva al infarto o a la
neurosis- en conflicto con otros conductores humanos. Por consiguiente,
es nervioso y odia a toda criatura antropomorfa. Esto induce a los radicales chic
a decir que todos los taxistas son fascistas. No es cierto, el taxista
se desinteresa de los problemas ideológicos: odia las demostraciones
sindicales, pero no por su color, sino porque obstaculizan. También
odiaría un desfile de muchachos. Sólo clama por un Gobierno fuerte que
ponga contra el paredón a todos los automovilistas particulares y
establezca un razonable toque de queda entre las seis de la mañana y
medianoche. Es misógino, pero con las mujeres que salen. Si se quedan en
su casa a preparar la pasta, las tolera.
Los taxistas se dividen en tres
categorías: aquellos que a lo largo del trayecto expresan este tipo de
opiniones; los que permanecen callados y manifiestan su misantropía
conduciendo; los que resuelven sus tensiones a través de la narrativa y
cuentan lo que les ha sucedido con algún cliente. Se trata de tranches de vie
(episodios de la vida real) carentes de cualquier significado
alegórico, pero que si fueran contadas en un bar obligarían al dueño a
echar al narrador aduciendo que ya es hora de irse a la cama. Sin
embargo, el taxista las considera curiosas y sorprendentes, y uno haría
bien en comentarlas con frecuentes: "¡Pero mire qué gente!, lo que hay
que oír, ¿pero realmente le ha sucedido a usted?". Esta participación no
logra sacar al taxista de su autismo fabulador, pero hace que se sienta
mejor.
En Nueva York, un italiano corre riesgos cuando, al leer en la chapa
un nombre como De Cutugnatto, Esippositto, Perquocco, revela su propio
origen. Entonces el taxista comienza a hablar en un idioma jamás oído y
se ofende muchísimo si uno no le comprende. Hay que decir de inmediato
en inglés que uno sólo habla el dialecto de su región. Por otra parte,
él está convencido que ya nuestro idioma nacional es el inglés. Pero en
general, los taxistas neoyorquinos o tienen un nombre hebreo o un nombre
no hebreo. Los que tienen nombre hebreo son sionistas reaccionarios;
los que tienen nombre no hebreo son reaccionarios antisemitas. No hacen
afirmaciones, pero exigen un pronunciamiento. Es difícil el
comportamiento con aquellos cuyo nombre parece vagamente de Oriente
Próximo o ruso y no se comprende muy bien si son o no hebreos. Para
evitar incidentes es preciso decir entonces que uno ha cambiado de idea y
ya no quiere ir a la Séptima esquina con la Catorce, sino a Charlton
Street. Entonces, el taxista se enfada, frena y le exige que descienda,
porque los taxistas de Nueva York sólo conocen las calles por sus
números, pero no por sus nombres.
En cambio, el taxista parisiense no conoce ninguna calle. Si le pide
que le lleve a la Place Saint-Sulpice le hará descender en el Odeón,
diciendo que no se puede llegar hasta allí. Pero antes se habrá
lamentado largamente de su exigencia con unos "ah, ça monsieur,
alors...". A la insinuación que uno podría hacerle de que consultara su
guía, o no responde o le da a entender que si quiere hacer una consulta
bibliográfica es preciso dirigirse a un archivista paleógrafo de la
Sorbona. Una categoría aparte la constituyen los orientales: con gran
cordialidad le dicen a uno que no piense, que enseguida encontrarán la
dirección, recorren tres veces los bulevares y después preguntan qué
problema hay si, en lugar de dejarle en la Gare du Nord, le dejan en
Gare de l'Est porque allí también hay trenes.
En Nueva York no se puede llamar taxis por teléfono a no ser que uno
sea socio de un club. En París sí se puede, sólo que luego no vienen. En
Estocolmo sólo se pueden llamar por teléfono, porque no se fían de
cualquiera que vaya por la calle.
Los taxistas alemanes son amables y correctos, no hablan, sólo
aprietan el acelerador. Cuando uno desciende, blanco como un papel, se
comprende por qué después vienen a descansar a Italia conduciendo a 60
por hora delante nuestro en el carril de adelantamiento.
En una carrera entre un taxista de Francfort con un Porsche y uno de
Río con un Volkswagen abollado, gana este último, sobre todo porque no
se detiene en los semáforos, ya que si lo hiciera estaría en un
Volkswagen abollado con niños por todas partes que alargan la mano y
quitan relojes.
Hay un modo infalible para reconocer a un taxista en cualquier parte: es una persona que nunca tiene cambio.
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